Por Alberto Medina Méndez: Periodista. Consultor estratégico. Analista político. Conferencista. Presidente del Club de la Libertad. Director Ejecutivo de Innovative Mindset.
Durante décadas los fanáticos de las restricciones legales han planteado la imperiosa necesidad de ponerle freno a las libertades, especialmente en el campo de la economía. Con el diario del lunes las evidencias están a la vista. Solo han servido para generar negocios espurios beneficiando a funcionarios pícaros con las indeseables consecuencias que ese disparate trae consigo.
Ese paradigma transversal ha servido de justificación para una secuencia de dislates revestidos de una falsa sensatez. Para quienes sostienen esta filosofía toda acción precisa ser condicionada por la legislación. En realidad, usan ese retorcido disfraz detrás de esa ambigua generalización ya que eso les permite avanzar con el establecimiento de sus cotos de caza premeditadamente configurados para recaudar.
Su lema dice que “el hombre es bueno, pero controlado es mejor”. Bajo esa visión articulan una andanada de ridículas exigencias que limitan todo y que inexorablemente invita a pasar por “autorizadores” formales que definen la pertinencia o no de cualquier actividad.
Con ese formidable montaje, casi indiscutido por todos, a lo largo de los años han ido acumulando capas geológicas de normas, cada vez más intrincadas, que fijan pautas cuyo incumplimiento deriva en sanciones y multas, cuando no en cierres y prohibiciones.
Estar en regla implica, obviamente, pagar un canon para estar dentro del estándar exigido. Cuanto más insólita es la reglamentación más margen emerge para que aparezca un siniestro personaje que circunstancialmente pide algo a cambio para mirar hacia otro lado y hacer de cuenta que todo está en orden.
Sin tanta regulación no habría espacio para ese pérfido “peaje” que de tanto normalizarlo se ha institucionalizado. La burocracia complejiza la gestión deliberadamente. La abrumadora demora de una tramitación no es casualidad, sino que se instala para que esa engorrosa travesía funcione como un incentivo movilizador para la búsqueda del atajo, ese que siempre está disponible para los más ansiosos que entienden con claridad que el tiempo es dinero.
Lamentablemente este depravado hábito no es producto de un error, de la ignorancia o la torpeza, como muchos cándidamente creen. Es la imprescindible herramienta que necesitan los corruptos para complicar todo al punto de que esa dinámica les permita nutrirse de esas “imperfecciones” lucrando sin descaro alguno.
Ya han estafado a muchos y va siendo hora de que la complicidad infantil de la comunidad se agote dando paso a un despertar que comprenda que los riesgos de la desregulación son menores a los supuestos cuidados que los gobiernos dicen ofrecer sobre aquello que ni les interesa ni finalmente controlan jamás. A estas alturas todos saben que se trata de un truco para tributar y no de una interesante regla que protege a los más vulnerables.
Esta modalidad se ha replicado a mansalva. Se ha desparramado sin interrupciones, entorpeciéndo todo a su paso, pero siempre blindada por simpáticos argumentos que sirven de contención para desplegar estas ideas tan demenciales como convenientes para los canallas.
Ha sido tal el descalabro que estas prácticas se han diseminado a todo nivel, en cada jurisdicción. Aparecen a nivel nacional, provincial y municipal, en muchos casos complementándose para sofisticar más aún el ya fastidioso recorrido y triplicando gestiones en diferentes organismos para conseguir permisos afines, que además se obtienen con métodos antiguos exentos de la modernidad que hoy la tecnología podría evitar.
Soplan nuevos vientos y ese andamiaje ha entrado en zona de riesgo. Muchos se han percatado que la maquinaria burocrática es aliada del chantaje y que para destruir o al menos minimizar su poderío no solo es vital simplificar lo que está vigente sino también abolir aspectos de ese enjambre normativo que agobia, enreda y abruma a los ciudadanos.
La sociedad civil debería ser parte de este operativo que tiene como objetivo desmantelar los cimientos de esta tragedia contemporánea. Relatar lo que no funciona, denunciarlo públicamente con liviandad y espantarse ante el paisaje no es suficiente. Es clave identificar cada eslabón de esta cadena para luego poder desarmarlo sin contemplaciones.
Cada inciso o artículo, cada resolución o disposición, cada ordenanza o ley, cada decreto que se extingue es un alivio para todos, es un lugar menos por donde pueden pasar los parásitos que diseñaron la trampa ideológica que edificaron para vivir a expensas de los que producen.
Hay mucho por hacer al respecto y no es saludable que solamente los políticos se ocupen del asunto. El rol protagónico de la comunidad es central. Ellos son los que sufren este desmadre. Es a ellos a quienes esquilman ocultos detrás de la “santa ley”. Por eso es esencial involucrarse, para que este proceso que afortunadamente ya arrancó, no se detenga. Alimentar esta maquinaria para acabar con los delincuentes con guantes blancos debería ser un fin en sí mismo.
Habrá que hacerse cargo de la cantidad de tiempo transcurrido conviviendo con este perverso esquema al que algún día había que decirle basta sin eufemismos. Parece ser esta una gran ocasión. Dependerá del talento cívico, aceptar el desafío y liderar esta oportunidad histórica.