POR | Marco Fernández Leyes. Periodista y escritor. Publicó los libros “Tragadero. Cuentos y relatos”, “Es inútil que corras” e “Intergrafías”. Ig: @marcofernandezleyes
Cuando era chico, y hasta los primeros años de la adolescencia, tenía como costumbre acostarme en el patio a la noche para observar hacia las estrellas y la gran cicatriz blanca que atravesaba el cielo. Eran tiempos menos contaminados por la luz de la ciudad y en las que el espectáculo del universo se presentaba tan próximo que me sentía capaz de rasgar el tejido nocturno con solo estirar la mano. Me obsesionaba pensando qué ocurría en cada uno de esos puntos brillantes, entre ellos y más allá, en los sitios en que lo evidente quedaba velado por el tiempo. En algún lugar había leído o visto que todo aquello que daba por hecho contemplaba en tiempo real, fueran la Luna o las estrellas, eran nada más que la luz de tales astros llegando hasta mí luego de viajar a través del cosmos en un periplo que podía durar un segundo en el caso de nuestro satélite natural, algunos minutos en el caso de Venus o el Sol, hasta miles o millones de años para los cuerpos más lejanos. En realidad, afirman los textos y voces en off, y mi cabeza sufrió un sismo al comprender la magnitud de tal revelación: lo único que nos estaba dado era asistir a la revelación del pasado que se muestra como un falso presente.
La pregunta de qué se esconde más allá de lo que surge a simple vista siguió persiguiéndome y yo a ella. Por eso no me sorprendí cuando llegué a “Horizonte de sucesos” (ConTexto, 2024) la novela con la que José Mazzaro nos plantea que el norte argentino también puede ser hogar de episodios que generalmente están reservados para las grandes capitales del mundo.
De inmediato ingresamos a un relato en el que no tiene sentido guiarnos por la referencia habitual de pasado, presente y futuro. Básicamente porque cada acción ocurre siempre en tiempo presente y afecta a las demás de modo profundo, definitorio. La ciencia, la ficción y lo fantástico combinados en perfecta armonía nos permiten comprender qué implica burlar las leyes de la naturaleza. No solo eso, sino también adquirir la dimensión real de cuáles fuerzas pueden llegar a sentirse atraídas por el rastro que dejamos mientras atravesamos territorios cuyas dinámicas desconocemos. Las implicancias por acción u omisión son infinitas.
Un agujero negro es el personaje que define la narración y su horizonte de sucesos, la frontera que marcará la suerte de las personas involucradas en la historia. Ellas no saben que forman parte de un bucle temporal, marchan sin otros planteamientos que las quejas por los avatares diarios, aunque ajenos a la posibilidad de intuir qué se cuece realmente. Los lectores, en cambio, vivenciamos la novela como el descenso a un coloso que nos absorbe a medida que nos acercamos gracias a su atracción gravitacional. La caída es inevitable, pero solo conseguimos dimensionar en qué sitio nos encontramos cuando alzamos la cabeza en una pausa de la lectura. Recién entonces somos conscientes de que allí afuera, del otro lado del borde, hay un mundo al que no podemos regresar y, peor, para el cuál nosotros ya no existimos más que como la instantánea del momento preciso en que decidimos cruzar al otro lado para aventurarnos en el texto.
Mazzaro nos tiende la mano con una oferta irresistible: la oportunidad de recorrer la ciudad de Corrientes bajo el tamiz de una nueva percepción. Esa mediante la cual comprendemos que las calles e hitos urbanos a los que habitualmente les dedicamos un pestañeo cobijan posibilidades impensables. Cuestiones del día a día, como comprar una puerta para la casa que estamos reparando, adquieren particularidades que exceden al plano cotidiano.
Aprendemos que en esa urbe trastocada no podemos dar ninguna cosa por sentada. Nada es lo que parece ni como lo pensamos. Nada es lineal. La anormalidad es la regla que rige la vida y que nos induce a creer que somos una pieza más dentro de “lo normal”. Entre tanto los pliegues del tiempo y el futuro reversible, tal como alguna vez postuló Alberto Laiseca, actúan redefiniendo el presente en función de las decisiones hechas o por venir.
Pensar que el futuro nos define requiere que seamos capaces de ejecutar un ejercicio de emancipación respecto a nuestra restringida capacidad de vivir el aquí y ahora. Porque la clave, el origen, al contrario de lo que sería dable suponer, se encuentra adelante en la carretera y no en el retrovisor. Pompeya es el detonante del Vesubio, los dinosaurios colisionan contra el asteroide, la muerte da paso a la vida. La inversión del orden natural de las cosas es la evidencia de que los hechos tienen lugar por causas que no terminamos de comprender. Menos cuando ninguna cosa tiene un punto de partida cierto y la existencia colapsa sobre sí misma.
Entrar a “Horizonte de sucesos” es solo posible si estamos dispuestos a despojarnos de los tabúes del tiempo, de esa idea pedestre que la vida es un perpetuo avance hacia adelante y de que lo que nos ocurre está destinado a mezclarse en la espuma de la memoria, tal como sucede con la estela que desprende una lancha en su avance a través del río.
Asistimos a la dimensión de todas las posibilidades. La de la ciencia ficción, la de la ciencia, la de lo fantástico, la de la narración. Pero, sobre todo, nos encontramos en el espacio de la realidad, esa masa inasimilable que se empeña en demostrarnos que, sin importar hasta qué punto estiremos nuestra imaginación, siempre será capaz de colocarse un paso más allá.